La dama de blanco. Wilkie Collins

He aquí uno de esos novelones que nos miran desde una repisa durante décadas como una continua tentación. Desanima su volumen (setecientas páginas de letra apretada) y atrae su prestigio, un tanto matizado por haberla visto más de la cuenta en esas mini librerías cutres que a veces tienen los hoteles en el hall de la televisión. Lo primero permanece estable y no tiene remedio, pero tenía la impresión de que lo segundo crece: al menos en mi radar he venido percibiendo más opiniones positivas sobre el valor de esta obra. Así que cedí.

Ha merecido la pena. Su categoría de clásico me ahorra el resumen del argumento, tan complicado en su planteamiento como previsible en su resolución. Y ahí está uno de sus méritos literarios. La narración responde a lo que cabe esperar de una novela victoriana de intriga, sin que falte el imposible-pero algo habrá que hacer amor entre miembros de clases diferentes. Aun así, logra mantener el interés por una trama larga y compleja, como corresponde a su edición por entregas.

Es también notable la construcción de los personajes, perfilados con sutileza de matices y a la vez con sencillez, para responder quizá a los arquetipos del momento, lo que no resta -a mi juicio- validez actual. El héroe, Walter Hartright, lo es con todas las letras: valiente, generoso, sacrificado, puro en sus intenciones. Y los “malos” son verdaderamente pérfidos, también reconocibles como estereotipos de la maldad humana y sus diversos motivos.

La historia se escribe en un estilo elegante, atento al detalle, sobre todo en la descripción psicológica, que se sabe adaptar a las diferentes voces narrativas, pues el libro es un conjunto de testimonios. Hay a veces un exceso de retórica propio de la época, tal vez también debido a la necesidad de extender la narración al máximo (la edición por entregas fue un éxito de ventas). Pero el tono general es asequible para el lector contemporáneo, con concesiones a la ironía como ésta: “Siempre he pretendido ser humana e indulgente con los extranjeros. Ellos no tienen nuestras virtudes y nuestras ventajas, pues casi todos se han educado en los errores ciegos del papismo”.

Nota: 9.