Shtisel

 Shtisel no es un libro. Pero sí un clásico contemporáneo. Así que me salto la costumbre de este blog y hago una entrada sobre esta serie de televisión, una obra de arte mayor de nuestro siglo XXI. De hecho, no sería capaz de destacar una obra hecha en estas dos décadas de la que haya disfrutado más. Y lo digo pasados varios días desde que la terminé. 

Antes de seguir derrapando con los elogios, un dato que puede desalentar a los más comodones. La ofrece Netflix en versión original (yidis) con subtítulos. Al principio fastidia, pero luego uno aprecia la sonoridad peculiar de esta misteriosa lengua y, sobre todo, se da cuenta del acierto, pues la autenticidad de lo que pasa no admite la cierta mentira que hay en todo doblaje. 

La serie va sobre una familia de judíos askenazíes en un barrio de Jerusalem (esos barrios que nuestros medios llaman ultraortodoxos, es decir, que los que viven allí no les caen bien). Muertes, noviazgos, bodas, nacimientos, trabajos... vidas ordinarias, vividas con una sencillez que podríamos llamar premoderna. Ese es el gran acierto de la narración. Solo en una comunidad en cierto modo ahistórica -su aislamiento les hace inmunes a tantas estupideces de nuestro tiempo- pueden verse algunas constantes de nuestra naturaleza, buenas, malas y regulares, en una versión de una pureza original. Si quiere usted, por ejemplo, explicar la institución del noviazgo, ya casi desaparecida en las sociedades occidentales, le recomiendo que utilice algunas de las tramas de esta serie. 

Alguien puede pensar que me ha gustado tanto por exaltar el papel central de la religión en las vidas. De alguna manera, Dios es el protagonista principal, desde luego, pero las historias que se cuentan no pretenden fomentar una visión religiosa (tampoco criticarla, como parece que ha hecho alguna otra serie ambientada en estas comunidades). La ley judía es el marco en el que se mueven estas vidas, doloridas, pero esperanzadas, caracteres que evolucionan con sus virtudes y miserias, en un tono a veces trágico, a veces cómico, pero siempre con una música de fondo que suena a simpatía sabia por cada personaje. No hay buenos ni malos, como tampoco hay maniqueísmos respecto de una fe que no es ensalzada porque no hace ninguna falta.

Es lo que se cuenta y también cómo se cuenta. Qué interpretaciones, qué puesta en escena, qué música, qué fotografía... Sin esteticismos tipo Malick, solo belleza al servicio de las verdades eternas que cuenta Shtisel. Como no soy capaz de encontrarle un defecto, pongo por primera vez la máxima nota. 

Nota: 10. 

Muerte de un hombre feliz. Giorgio Fontana

Novela emocionante y amena sobre un fiscal italiano, Giacomo Colnagui, en el contexto de la Italia de finales de los setenta. La acción se sitúa en un verano y en la investigación del asesinato de un colega suyo a mano de las Brigadas Rojas. Paralelamente, se hacen flashbacks sobre la vida del padre del protagonista, partisano que muere a manos de los fascistas. El doble juego temporal está muy logrado en la historia.

Esa paradoja de que el hijo del partisano ahora luche contra los “rojos” es el meollo de la historia, que retrata aquella Italia azotada por el terrorismo. También puede leerse como un intento de comprender las pasiones y teorías que alentaron aquel fenómeno terrorista de gran poder que fueron las Brigadas Rojas y la respuesta más o menos acertada de la sociedad y los poderes públicos. 

Merece destacarse el personaje principal, Giacomo, una persona normal que sabe responder ante circunstancias extraordinarias, con sus debilidades y un afán de comprender a todos que le hace especialmente atractivo. Su compromiso con la justicia y con su fe cristiana impregnan la novela.  

La novela es un drama, el relato de un martirio que se ve venir desde el principio, lo que no resta interés a la narración. Está magníficamente escrita, con un tono de profundidad y sencillez muy atractivo.

Nota: 8.

Recuerdos de un jardinero inglés. Reginald Arkell

He aquí un libro que merece el título de clásico contemporáneo. El narrador nos cuenta la vida de un anciano, Bert Pinnegar, antiguo jefe de jardinería de una mansión inglesa. Que no se asusten los que no conecten con la jardinería (mis conocimientos se limitan a distinguir rosas, margaritas y claveles). La obra es un homenaje al oficio de jardinero, sí, pero como Los restos del día lo era también respecto del de mayordomo. Ambas son mucho más y, por cierto, los paralelismos que he encontrado entre ambas no terminan ahí. Comparten tono elegíaco (la nostalgia del esplendor de un mundo pasado); una alabanza de virtudes sin brillo social, como la lealtad, la discreción y la sobriedad; unas personalidades complejas, con sus rarezas y dificultades sentimentales, pero moralmente rectas; y una historia de amor, menos frustrante y más cerca de la amistad en este libro que en el de Ishiguro.

La narración fluye con gracia, en un estilo delicado y sencillo, en el que hay una mirada realista y a la vez misericordiosa sobre las vidas humanas, con ese so british punto de ironía, sin llegar a lo estrambótico. Vayan estas citas como ejemplo:

“La jardinería puede ser la ocupación más exigente del mundo, pero da tanto como exige, ni más, ni menos. La vida en un jardín es una larga batalla contra las fuerzas del Mal, pero la victoria merece la pena. A una derrota exasperante le seguía un triunfo espectacular. En un momento estás tirado en el suelo y al siguiente te elevas sobras las alas de la mañana. Aunque Bert Pinnegar no expresaba sus sentimientos con esas palabras exactas, algo dentro de él cantaba una melodía parecida”. 

“Durante la década de los ochenta, los habitantes de estas islas eran todavía una raza primitiva que se permitía excesos de crueldad y superstición. En nuestra más civilizada época nos damos cuenta que el castigo corporal embrutece al joven delincuente, y esas represalias, sean del tipo que sean, hay que condenarlas. El señor Addis no sabía esto. Le dio al joven Pinnegar una buena tunda, y, como la jardinería no es un trabajo que se haga sentado, tampoco perdió mucho”.

“El señor Pinnegar no dijo palabra, algo que, en cualquier discusión, es siempre una carta ganadora”.

“Usted cree que la señora estaba mal de la cabeza porque encontró tiempo, en medio de todos sus problemas, para pensar en un viejo que había trabajado para ella durante sesenta años. Eso demuestra lo poco que sabe usted. En el mundo sigue habiendo sitio para un poco de amabilidad, y la próxima vez que tenga usted ganas de despreciar los sentimientos de las personas porque tenga prisa por llegar algún sitio, debería tener eso en cuenta”.

Y atención a esta cita: “Con el cambio de siglo empezaron a ocurrir cosas por fin. La reina Victoria murió y el príncipe de Gales se convirtió en rey de Inglaterra, cuando ya era casi demasiado tarde para que eso tuviera importancia para él”. Sepan ustedes que esta obra fue representada en función privada para la familia real británica en las Navidades de 1979. Quién sabe si ese día la reina Isabel tomó alguna decisión respecto del futuro de su hijo Carlos. 

Nota: 9,5.


Seguro de amor. Earl Derr Biggers

Una agradable sorpresa esta novela, publicada en 1914, pero que se mantiene sorprendentemente fresca, por su estilo desenfadado, nada retórico. Podemos ubicarla en el género de las comedidas de “amor y lujo”, ligera y divertida. El enredo amoroso transcurre en Florida, en la imaginaria ciudad de San Marco, de raíces españolas. Los personajes principales tienen carisma, los diálogos son ingeniosos y la trama, a pesar de su complejidad, se sostiene creíblemente durante toda la narración. 

Mención específica merece el elegante sentido del humor del autor, Earl Derr Biggers, del que no sabía nada y que fue famoso en su tiempo por ser el creador del detective Charlie Chan. Es un humor irónico, leve, contenido, que brilla sobre todo en los diálogos, tan buenos que por momentos recuerda al primer Waugh, sin llegar a sus cotas de corrosión. El disfrute de esas conversaciones llenas de ingenio hace por si mismo recomendable la lectura de esta novela, un entretenimiento de calidad, que deja además buen sabor de boca por el fondo moral de los protagonistas.

Nota 8.




Los europeos. Orlando Figes

De este historiador me encantó su edición de la correspondencia desde 1946 hasta 1954 entre Lev y Sveta, dos novios moscovitas separados por la Segunda Guerra Mundial y luego por el Gulag, que venía a ser un magnífico relato, a la vez, poético y realista, de la vida cotidiana en el “paraíso” soviético.

En Los europeos vuelve a recurrir a la microhistoria para revelar las grandes tendencias de un cierto periodo. Concretamente, se centra en las vidas de Pauline Viardot, cantante de ópera, su marido Louis y el escritor Iván Turguénev, amante, más bien platónico, de la primera. Mientras se recorren las vidas de estos tres personajes (sobre todo de la cantante y del escritor) se traza la historia de la segunda mitad del siglo XIX, especialmente de las relaciones entre un capitalismo en auge y la cultura europea de la época. 

Asistimos al nacimiento y desarrollo de lo que podemos llamar primera industria cultural gracias a la mejora del nivel de vida y de las comunicaciones, en particular, del ferrocarril. Música, pintura, literatura... las grandes expresiones artísticas conocen una “explosión” y una popularización que hace singular este periodo de la historia.

La obra es muy interesante como compendio de la historia de la cultura europea del XIX, mucho más conectada entre los países de lo que para un profano podría parecer a simple vista. Un éxito literario o musical en Viena, lo era pronto en San Petersburgo, Londres, París o Nápoles. Había ya entonces lo que ahora llamaríamos con cursilería una “conversación global”.

En su defecto, Los europeos tiene un nivel de detalle que aburre a veces y ofrece información más para especialistas que para un lector común. En todo caso, lectura provechosa para quien tenga interés en la cultura del XIX, tan influyente en la actual, y se anime con sus 538 páginas.

Nota 7.  


La dama de blanco. Wilkie Collins

He aquí uno de esos novelones que nos miran desde una repisa durante décadas como una continua tentación. Desanima su volumen (setecientas páginas de letra apretada) y atrae su prestigio, un tanto matizado por haberla visto más de la cuenta en esas mini librerías cutres que a veces tienen los hoteles en el hall de la televisión. Lo primero permanece estable y no tiene remedio, pero tenía la impresión de que lo segundo crece: al menos en mi radar he venido percibiendo más opiniones positivas sobre el valor de esta obra. Así que cedí.

Ha merecido la pena. Su categoría de clásico me ahorra el resumen del argumento, tan complicado en su planteamiento como previsible en su resolución. Y ahí está uno de sus méritos literarios. La narración responde a lo que cabe esperar de una novela victoriana de intriga, sin que falte el imposible-pero algo habrá que hacer amor entre miembros de clases diferentes. Aun así, logra mantener el interés por una trama larga y compleja, como corresponde a su edición por entregas.

Es también notable la construcción de los personajes, perfilados con sutileza de matices y a la vez con sencillez, para responder quizá a los arquetipos del momento, lo que no resta -a mi juicio- validez actual. El héroe, Walter Hartright, lo es con todas las letras: valiente, generoso, sacrificado, puro en sus intenciones. Y los “malos” son verdaderamente pérfidos, también reconocibles como estereotipos de la maldad humana y sus diversos motivos.

La historia se escribe en un estilo elegante, atento al detalle, sobre todo en la descripción psicológica, que se sabe adaptar a las diferentes voces narrativas, pues el libro es un conjunto de testimonios. Hay a veces un exceso de retórica propio de la época, tal vez también debido a la necesidad de extender la narración al máximo (la edición por entregas fue un éxito de ventas). Pero el tono general es asequible para el lector contemporáneo, con concesiones a la ironía como ésta: “Siempre he pretendido ser humana e indulgente con los extranjeros. Ellos no tienen nuestras virtudes y nuestras ventajas, pues casi todos se han educado en los errores ciegos del papismo”.

Nota: 9.

Álvaro d’Ors. Sinfonía de una vida. Gabriel Pérez Gómez

He disfrutado un montón y aprendido mucho con esta biografía del profesor Álvaro d’Ors escrita por el periodista Gabriel Pérez. Uso estos términos subjetivos como advertencia. Siempre debe mantenerse el temor a uno mismo, aconsejaba Santa Teresa a sus monjas, y temo que mi admiración por el personaje y el amor compartido por la universidad, la institución a la que d’Ors dedicó su vida, hagan exagerado el juicio sobre esta biografía, que me ha parecido sobresaliente. 

Álvaro d’Ors (Barcelona, 1915-Pamplona, 2004), hijo de  Eugenio d'Ors, fue uno de los mejores romanistas del siglo XX. No se tratará aquí de seguir el orden cronológico de una trayectoria vital tan larga (la entrada en la Wikipedia es muy completa), sino de destacar algunos de sus “hilos conductores”, los que me han resultado más interesantes. Primero, la fuerza de su vocación intelectual. Tuvo una educación rica y profunda -nada convencional, por otra parte-, en un hogar culto y cosmopolita, lo que unido a una excepcional inteligencia le llevó de forma natural al mundo de las ideas. Y en ese mundo destacó por la perseverancia y seriedad en el estudio, por su amplitud de miras en la investigación -qué afán por relacionarse y aprender con los mejores de su especialidad en medio de tantas dificultades materiales-, y, sobre todo, por la hondura de su magisterio, que dejaba huella intelectual y ética en sus alumnos. Don Álvaro, como le llamaban sus discípulos, fue sin duda un maestro.

Otro de esos hilos conductores: el cultivo cotidiano de las virtudes. El lector de estas páginas encontrará abundantes ejemplos de cómo vivir concretamente la amistad, el orden, la honradez, la sobriedad, la cortesía… También las virtudes teologales: de fe, esperanza y caridad hay sobradas muestras. Y sin que el relato haga de don Álvaro un personaje inalcanzable. Mérito del escritor, que se ajusta con su estilo a la sencilla personalidad del biografiado (la hagiografía nos repele no por su ausencia de crítica -apenas la hay, por cierto, en estas páginas- sino por la presentación exagerada de los méritos).  D’Ors fue un joven prodigio. Fue oficial en el bando vencedor de una guerra, triunfó profesionalmente pronto y se convirtió en una eminencia mundial. Y, sin embargo, conmueve su sencillez, fruto, según lo veo, del conocimiento de sí mismo, a su vez resultado de una permanente actitud de examen de conciencia y de una lucha constante por ganar en las virtudes. Así podría servir más y mejor. 

Por último, destacaría su faceta como pater familias. Lejos de refugiarse en su pedestal de gran sabio, aunque se reconociera torpe en algunos ámbitos de la vida práctica, don Álvaro sabía pasar con naturalidad de su estudio riguroso de arduas cuestiones a los asuntos prosaicos de un hogar de familia numerosa. Y atenderlos con sentido común y sentido sobrenatural. Era muy consciente de sus responsabilidades como esposo y como padre y las ejercía con verdadero amor, en el sentido de que el cariño auténtico sabe exigir. 

Dejo fuera de esta recensión muchos aspectos de esta biografía de Álvaro d’Ors Perez-Peix, por ejemplo, su serena y culta españolidad y de qué modo estas páginas son también un retrato de la España del siglo XX. Vayan en compensación algunas citas:

Sobre su conocimiento de sí y su sentido del humor (de una nota del propio D’Ors en 1959)

“Soy incapaz de conducir vehículos, levantar grandes pesos, hacer grandes discursos, ser propietario, aguantar el sueño, bailar, persuadir, ser diplomático, tocar un instrumento, jugar al rugby”.

Sobre el miedo (de una nota personal)

“También yo tengo experiencia personal de los efectos del miedo. Era natural que en el frente de combate, empezáramos por tener miedo. El ´valor´ debía consistir, no en no tener miedo, que era difícil, al menos al principio, sino en superarlo (…) Como me decía un requeté burgalés que luego murió en el frente (…): desengáñate, los que tenemos imaginación no podemos dejar de tener miedo”.

Sobre el juicio a los demás

“… Álvaro reparó en el cadáver de un soldado republicano, de cuyo macuto sobresalía un libro negro. (…) Se agachó para tomar aquel volumen y, al ver de qué se trataba, recibió una sacudida interior de primera magnitud: era el Novísimo ejercicio cotidiano, ¡un devocionario! (…) aquel soldado que se encontraba muerto junto a su morral, también debía rezar. (…). En la primera página del devocionario hay una anotación suya en la que se puede leer: + Encontrado en una posición cogida al enemigo en el frente del Ebro, cerca de Gandesa, el mes de agosto de 1938. Lo conservo, no como botín, sino como cuasi-reliquia. ¡Qué emoción! Aquel `rojo´ al que habíamos matado en guerra justa, quizá fuera un cristiano más piadoso que yo, pese al `detente´ que colgaba de mi camisa sudorosa de católico requeté”.

Examen de conciencia

“Cuando don Álvaro se decidía a jugar con sus hijos, rápidamente se corría la voz de hay timba; pero la sesión de juego con él duraba mucho menos tiempo del que le hubiera gustado a todos, porque se levantaba bastante antes que los demás, iba al despacho, donde se recogía unos minutos para hacer su examen de conciencia diario y se retiraba después en silencio. Así hizo un día y otro, hasta el fin de su vida”.

Auctoritas

“Otra situación comprometida ocurrió cuando otro grupo de estudiantes más numeroso, ante la imposibilidad de celebrar una asamblea a la entrada del Edificio Central, decidió trasladarse al vestíbulo del Edificio de Bibliotecas. Los que habían ideado el plan esperaban que la policía acudiera hasta allí para desalojarlos. Confiaban en que la intervención de las fuerzas del orden, con cierta mala imagen pública, creara más revuelo y así se aireara su protesta en los medios de comunicación. Allí se instalaron alrededor de 300 estudiantes. A los pocos minutos de estar con esta actitud, apareció Álvaro D’Ors: se apagaron las conversaciones y el hall fue pasando del murmullo al silencio, lo mismo que ocurre cuando va a comenzar una clase. Don Álvaro, con calma, batió un par de palmadas para reclamar una atención que ya tenía ganada y con su voz característica, se dirigió a los congregados para decirles que él, como bibliotecario general, era el encargado de velar porque ese edificio cumpliera con los fines que tenía asignados (…). Sin alterar el tono de voz terminó diciéndoles que con aquella actitud se estaba entorpeciendo el normal desarrollo de la actividad de la Biblioteca, que requería silencio, por lo que les rogaba que salieran de allí y que lo que tuvieran que hacer o decir, lo hicieran o dijeran en el lugar adecuado. Y no hizo falta nada más. Poco a poco los estudiantes congregados se fueron dispersando ante su atenta mirada y su postura firme, que mantuvo hasta que la entrada de la biblioteca quedó claramente despejada”.

Conocer el paño

Álvaro d’Ors siempre tuvo a gala no haber hecho nunca un contrato con la Universidad de Navarra. “Me fío más de vuestra palabra -les decía a las autoridades académicas- que de vuestros contratos”. 

De su última clase

“Si yo tuviese oro, yo les daría el anillo de oro, con esta inscripción grabada: Vales si amas, amas si sirves, sirves si vales (lo pintó en la pizarra)”.

Previsiones para la vejez

1. (Naturalmente) Tener una persona de referencia que me avise de que no rijo.

2. Renunciar a mediar los precios de las cosas.

3. No tener muebles a los que apegarme; ni libros.

4. Disponer de un tocadiscos automático y de muchos discos.

5. No hablar del pasado como mejor.

6. No dar cifras.

7. No preguntar, si hay riesgo de repetición.

8. No dejar de ir a Misa porque haga frío.

9. Encargar a alguien muy próximo que me avise si huelo mal.

10. Escuchar (si tengo oído) sin creerme obligado a intervenir en la conversación.

11. Encargar a alguien algo lejano que me avise de mi mal atuendo (los de cerca se van acostumbrando y no avisan). 

Nota: 9.