Álvaro d’Ors. Sinfonía de una vida. Gabriel Pérez Gómez

He disfrutado un montón y aprendido mucho con esta biografía del profesor Álvaro d’Ors escrita por el periodista Gabriel Pérez. Uso estos términos subjetivos como advertencia. Siempre debe mantenerse el temor a uno mismo, aconsejaba Santa Teresa a sus monjas, y temo que mi admiración por el personaje y el amor compartido por la universidad, la institución a la que d’Ors dedicó su vida, hagan exagerado el juicio sobre esta biografía, que me ha parecido sobresaliente. 

Álvaro d’Ors (Barcelona, 1915-Pamplona, 2004), hijo de  Eugenio d'Ors, fue uno de los mejores romanistas del siglo XX. No se tratará aquí de seguir el orden cronológico de una trayectoria vital tan larga (la entrada en la Wikipedia es muy completa), sino de destacar algunos de sus “hilos conductores”, los que me han resultado más interesantes. Primero, la fuerza de su vocación intelectual. Tuvo una educación rica y profunda -nada convencional, por otra parte-, en un hogar culto y cosmopolita, lo que unido a una excepcional inteligencia le llevó de forma natural al mundo de las ideas. Y en ese mundo destacó por la perseverancia y seriedad en el estudio, por su amplitud de miras en la investigación -qué afán por relacionarse y aprender con los mejores de su especialidad en medio de tantas dificultades materiales-, y, sobre todo, por la hondura de su magisterio, que dejaba huella intelectual y ética en sus alumnos. Don Álvaro, como le llamaban sus discípulos, fue sin duda un maestro.

Otro de esos hilos conductores: el cultivo cotidiano de las virtudes. El lector de estas páginas encontrará abundantes ejemplos de cómo vivir concretamente la amistad, el orden, la honradez, la sobriedad, la cortesía… También las virtudes teologales: de fe, esperanza y caridad hay sobradas muestras. Y sin que el relato haga de don Álvaro un personaje inalcanzable. Mérito del escritor, que se ajusta con su estilo a la sencilla personalidad del biografiado (la hagiografía nos repele no por su ausencia de crítica -apenas la hay, por cierto, en estas páginas- sino por la presentación exagerada de los méritos).  D’Ors fue un joven prodigio. Fue oficial en el bando vencedor de una guerra, triunfó profesionalmente pronto y se convirtió en una eminencia mundial. Y, sin embargo, conmueve su sencillez, fruto, según lo veo, del conocimiento de sí mismo, a su vez resultado de una permanente actitud de examen de conciencia y de una lucha constante por ganar en las virtudes. Así podría servir más y mejor. 

Por último, destacaría su faceta como pater familias. Lejos de refugiarse en su pedestal de gran sabio, aunque se reconociera torpe en algunos ámbitos de la vida práctica, don Álvaro sabía pasar con naturalidad de su estudio riguroso de arduas cuestiones a los asuntos prosaicos de un hogar de familia numerosa. Y atenderlos con sentido común y sentido sobrenatural. Era muy consciente de sus responsabilidades como esposo y como padre y las ejercía con verdadero amor, en el sentido de que el cariño auténtico sabe exigir. 

Dejo fuera de esta recensión muchos aspectos de esta biografía de Álvaro d’Ors Perez-Peix, por ejemplo, su serena y culta españolidad y de qué modo estas páginas son también un retrato de la España del siglo XX. Vayan en compensación algunas citas:

Sobre su conocimiento de sí y su sentido del humor (de una nota del propio D’Ors en 1959)

“Soy incapaz de conducir vehículos, levantar grandes pesos, hacer grandes discursos, ser propietario, aguantar el sueño, bailar, persuadir, ser diplomático, tocar un instrumento, jugar al rugby”.

Sobre el miedo (de una nota personal)

“También yo tengo experiencia personal de los efectos del miedo. Era natural que en el frente de combate, empezáramos por tener miedo. El ´valor´ debía consistir, no en no tener miedo, que era difícil, al menos al principio, sino en superarlo (…) Como me decía un requeté burgalés que luego murió en el frente (…): desengáñate, los que tenemos imaginación no podemos dejar de tener miedo”.

Sobre el juicio a los demás

“… Álvaro reparó en el cadáver de un soldado republicano, de cuyo macuto sobresalía un libro negro. (…) Se agachó para tomar aquel volumen y, al ver de qué se trataba, recibió una sacudida interior de primera magnitud: era el Novísimo ejercicio cotidiano, ¡un devocionario! (…) aquel soldado que se encontraba muerto junto a su morral, también debía rezar. (…). En la primera página del devocionario hay una anotación suya en la que se puede leer: + Encontrado en una posición cogida al enemigo en el frente del Ebro, cerca de Gandesa, el mes de agosto de 1938. Lo conservo, no como botín, sino como cuasi-reliquia. ¡Qué emoción! Aquel `rojo´ al que habíamos matado en guerra justa, quizá fuera un cristiano más piadoso que yo, pese al `detente´ que colgaba de mi camisa sudorosa de católico requeté”.

Examen de conciencia

“Cuando don Álvaro se decidía a jugar con sus hijos, rápidamente se corría la voz de hay timba; pero la sesión de juego con él duraba mucho menos tiempo del que le hubiera gustado a todos, porque se levantaba bastante antes que los demás, iba al despacho, donde se recogía unos minutos para hacer su examen de conciencia diario y se retiraba después en silencio. Así hizo un día y otro, hasta el fin de su vida”.

Auctoritas

“Otra situación comprometida ocurrió cuando otro grupo de estudiantes más numeroso, ante la imposibilidad de celebrar una asamblea a la entrada del Edificio Central, decidió trasladarse al vestíbulo del Edificio de Bibliotecas. Los que habían ideado el plan esperaban que la policía acudiera hasta allí para desalojarlos. Confiaban en que la intervención de las fuerzas del orden, con cierta mala imagen pública, creara más revuelo y así se aireara su protesta en los medios de comunicación. Allí se instalaron alrededor de 300 estudiantes. A los pocos minutos de estar con esta actitud, apareció Álvaro D’Ors: se apagaron las conversaciones y el hall fue pasando del murmullo al silencio, lo mismo que ocurre cuando va a comenzar una clase. Don Álvaro, con calma, batió un par de palmadas para reclamar una atención que ya tenía ganada y con su voz característica, se dirigió a los congregados para decirles que él, como bibliotecario general, era el encargado de velar porque ese edificio cumpliera con los fines que tenía asignados (…). Sin alterar el tono de voz terminó diciéndoles que con aquella actitud se estaba entorpeciendo el normal desarrollo de la actividad de la Biblioteca, que requería silencio, por lo que les rogaba que salieran de allí y que lo que tuvieran que hacer o decir, lo hicieran o dijeran en el lugar adecuado. Y no hizo falta nada más. Poco a poco los estudiantes congregados se fueron dispersando ante su atenta mirada y su postura firme, que mantuvo hasta que la entrada de la biblioteca quedó claramente despejada”.

Conocer el paño

Álvaro d’Ors siempre tuvo a gala no haber hecho nunca un contrato con la Universidad de Navarra. “Me fío más de vuestra palabra -les decía a las autoridades académicas- que de vuestros contratos”. 

De su última clase

“Si yo tuviese oro, yo les daría el anillo de oro, con esta inscripción grabada: Vales si amas, amas si sirves, sirves si vales (lo pintó en la pizarra)”.

Previsiones para la vejez

1. (Naturalmente) Tener una persona de referencia que me avise de que no rijo.

2. Renunciar a mediar los precios de las cosas.

3. No tener muebles a los que apegarme; ni libros.

4. Disponer de un tocadiscos automático y de muchos discos.

5. No hablar del pasado como mejor.

6. No dar cifras.

7. No preguntar, si hay riesgo de repetición.

8. No dejar de ir a Misa porque haga frío.

9. Encargar a alguien muy próximo que me avise si huelo mal.

10. Escuchar (si tengo oído) sin creerme obligado a intervenir en la conversación.

11. Encargar a alguien algo lejano que me avise de mi mal atuendo (los de cerca se van acostumbrando y no avisan). 

Nota: 9.