Un tiempo para callar. Patrick Leigh Fermor


No había tenido la dicha de leer a Patrick Leigh Fermor, considerado uno de los grandes escritores de viajes del siglo XX. Un tiempo para callar me ha parecido un clásico contemporáneo.

El libro describe las estancias de Leigh Fermor en las abadías benedictinas de Saint-Wandrille, Solesmes y en la Gran Trapa de Normandía, así como un viaje por el valle de los monasterios de Capadocia. Desde su increencia, Leigh Fermor se acerca con sensibilidad exquisita a una vida, la monástica, tan distinta a la mundana y, a la vez, fascinantemente civilizada, como va mostrando el propio autor mediante una cuidadosa selección de descripciones, anécdotas y diálogos. Y a pesar de su falta de fe, sabe descubrir  con delicadeza las raíces espirituales que sustentan la sabiduría de los monjes y la belleza de unos monumentos singulares; raíces fecundas –y así lo transmite el viajero-, pues sostienen también la fina y rara caridad con la que Leigh Fermor percibe que es tratado solo por ser un peregrino. 

Esta crónica de viajes puede así leerse como la alabanza poética de un modo de vida antiguo, pero todavía vivo, y de sus frutos sabrosos de la más alta civilización. El estilo de Leigh Fermor, con su elegancia precisa, está a la altura del reto. Véase este párrafo (perdón por la largura):

“Nadie que haya pasado por una experiencia similar, por breve que sea, podrá evitar un sentimiento de dolor que trasciende el simple lamento de un anticuario a la vista de los monasterios abandonados. Algo de esta elegíaca tristeza sobrevuela los monasterios rocosos de Capadocia que he intentado describir. Pero para nosotros, los occidentales, las ruinosas abadías inglesas que han permanecido desiertas desde la Reforma serán siempre las reliquias más conmovedoras y trágicas, pues son testigos convincentes de la vida que una vez las animó. No hay ningún enigma aquí. Conocemos la función y finalidad de cada uno de sus restos y los detalles exactos de la vida sagrada que se refugiaba en su interior. Conocemos también la desdichada y gratuita historia de su destrucción y abandono, y basta con que cerremos los ojos un segundo para que nuestra imaginación reconstruya torres y pináculos, y los oídos convoquen el quedo rumor de la actividad de los monjes, el sonido de las campanas fundidas largo tiempo atrás. Emergen por entre los campos como las cumbres de una desvanecida Atlántida ahogada en la profundidad de cuatro siglos. Claustros destripados se yerguen inútilmente entre los surcos y sólo los pilares quebrados marcan la antigua simetría de naves laterales y pasajes. Racimos de columnas sostienen la gran circunferencia vacía de un rosetón en el cielo lleno de cuervos; rodeadas de saúcos, sus bases se enredan entre helechos y zarzamoras que en su parte alta se unen con arcos y tímpanos rotos cuyos entrelazados hilos dibujan esbeltas trayectorias sobre las copas de los árboles. Es como si un vasto canto gregoriano se hubiera interrumpido hace cientos de años y hubiera quedado ahí suspendido, petrificado en su clímax desde entonces”.

Aunque no he leído el original, me parece excelente la traducción de Dolores Payás. Su prólogo es también una estupenda introducción a esta obra maestra.

Nota: 9.5